A nivel de sistema nervioso, diversos estudios señalan que estar expuestos prolongadamente a condiciones de microgravedad induce cambios en algunas estructuras cerebrales, tales como el lóbulo frontal, cerebelo y corteza insular; zonas relacionadas a la conducta, coordinación motora y emocionalidad respectivamente.
Publicado en El Mostrador el 21 de Abril de 2020
Escrito por Christian Poblete
El día 21 de Julio de 1969, y luego de cuatro días viajando desde nuestro planeta, Neil Armstrong se convertía en el primer ser humano en pisar el suelo lunar. Sin embargo, ocho años antes de aquel histórico viaje a la luna, el cosmonauta soviético Yuri Gagarin era quien salía por primera vez al espacio exterior, orbitando durante 108 minutos la Tierra dentro de la nave Vostok 1.
Desde el viaje de Gagarin hasta la fecha, han sido más de quinientos los astronautas que han viajado al espacio, donde una parte de ellos lo ha hecho para estar algunos meses realizando investigaciones en la Estación Espacial Internacional (ISS por su sigla en inglés). Para llegar a este laboratorio estelar, los astronautas deben, en primer lugar, alcanzar la órbita, hecho que ocurre unos diez minutos después del despegue. Luego viene un período de orbitar alrededor de la Tierra un par de veces hasta encontrar la posición correcta para acoplarse a la ISS, terminando un viaje y acoplamiento en casi seis horas. En este nuevo ambiente espacial, los efectos de atracción gravitatoria son casi inexistentes, lo que permite “nadar” libremente dentro de la estación, pero fuera de ésta los astronautas se enfrentan a condiciones muy diferentes, más aún si se comparan a las que encontramos en la superficie de nuestro planeta, y es que la presión es prácticamente nula, por lo que exponerse directamente tendría consecuencias nefastas. Además, las oscilaciones térmicas en el exterior van desde los -180°C hasta los 125°C, causado por las diferencias en la exposición respecto al Sol, hecho que ocurre relativamente rápido, pues la ISS viaja alrededor de nuestro planeta a unos 28.000 Km/h por lo que puede rodear la Tierra unas 16 veces diarias (¡sí! Pueden ver 16 amaneceres e igual cantidad de atardeceres).
¿Qué le sucede al cuerpo en el espacio?
Pero no es un asunto exclusivamente de las condiciones hostiles del entorno, sino que también psicológicas. Sólo imaginen vivir confinados en un espacio reducido, con las mismas tres personas durante seis meses sin la más mínima posibilidad de salida, con todos los días absolutamente planificados y con monitoreo constante que registre los cambios de conducta (y humor) producto del encierro. Pareciera ser casi un Reality Show estelar grabándose a una altura promedio de 400 Km, en el que los astronautas participantes también son objeto de estudio. Pero, aparte de esto ¿qué sucede en nuestro cuerpo al estar sometido a las condiciones extremas del espacio? En primer lugar, y a pesar de equiparse con trajes especiales, los astronautas en órbita ya no cuentan con el completo manto protector que otorga la atmósfera contra diferentes radiaciones cósmicas, por lo que exponerse a ellas provoca cambios en el material genético, induciendo mutaciones y un aumento en la probabilidad de desarrollar cáncer.
Además, este nuevo ambiente de gravedad reducida o microgravedad modifica el funcionamiento normal de un organismo adaptado a una fuerza gravitacional mucho mayor; por lo que en una estadía espacial de larga duración se alteran las funciones renales, hormonales, disminuye la masa muscular y ósea, también se genera una redistribución de los fluidos corporales que cambia la anatomía de los astronautas.
A nivel de sistema nervioso, diversos estudios señalan que estar expuestos prolongadamente a condiciones de microgravedad induce cambios en algunas estructuras cerebrales, tales como el lóbulo frontal, cerebelo y corteza insular; zonas relacionadas a la conducta, coordinación motora y emocionalidad respectivamente.
Sin embargo, un artículo publicado recientemente en la revista de la Academia Nacional de Ciencias (EEUU), nos expone más evidencias que cobran relevancia al momento de evaluar la factibilidad de los futuros viajes espaciales, abriendo una serie de interrogantes ante los crecientes anhelos en la colonización del planeta Marte. La investigación liderada por Angelique Van Ombergen, del Laboratorio de Investigación en Equilibrio Aeroespacial y miembro también del Departamento de Neurociencias Traslacionales, ambos de la Universidad de Amberes en Bélgica, se basó en el análisis de imágenes obtenidas por resonancia magnética (IMR) a once astronautas, los que permanecieron por al menos seis meses orbitando la Tierra dentro de la Estación Espacial Internacional. Las imágenes fueron obtenidas dos días antes de sus respectivos viajes al espacio, continuando el estudio con una segunda toma de imágenes diez días después de volver a la Tierra y, finalmente, se les volvió a realizar el examen siete meses después del retorno a modo de seguimiento. Las imágenes fueron comparadas con las obtenidas, en los mismos períodos de tiempo, a otras once personas que tenían características similares a la de los astronautas estudiados, pero que no tenían relación con el programa espacial.
Modificaciones en el cerebro
Los cuatro años de investigación arrojaron como principal resultado que la exposición prolongada a un ambiente de microgravedad, asociado a vuelos espaciales de larga duración, producen cambios en ciertas cavidades anatómicas del cerebro llamadas ventrículos, las cuales, se encuentran comunicadas entre sí y es el lugar por donde circula el líquido cefalorraquídeo o LCR. El aumento de volumen, detectado principalmente en los ventrículos laterales y tercer ventrículo, se asocia a una variación de volumen en el LCR, sustancia que tiene entre sus funciones la protección del sistema nervioso central, actuando como un amortiguador ante aumentos en la presión intracraneal.
Con el estudio de seguimiento, realizado siete meses después de que los astronautas volvieran a la Tierra, se observó que estos cambios volumétricos disminuyeron, pero no lo suficiente para retomar a los parámetros normales, entonces ¿qué consecuencias tendrían, en los viajeros espaciales, estos valores aumentados? Una correlación observada es la alteración en la morfología ocular y agudeza visual. En el primer caso, se registró un aplanamiento del globo ocular y una acumulación de líquido o edema en una estructura denominada disco óptico. Por otro lado, los astronautas presentaron signos de alteración en la agudeza visual, lo que se relaciona con un síndrome causado por un aumento de la presión intracraneal, la que a su vez, no puede ser regulada eficazmente al estar alterado el volumen de LCR.
Si bien este estudio nos demuestra que efectivamente las modificaciones en ciertas estructuras cerebrales ocurren en un viaje espacial prolongado, aún no está del todo claro cómo se producen estos cambios durante la estadía espacial, además, aún se desconoce el impacto clínico a largo plazo y cómo se relacionan los cambios ventriculares con las anomalías oculares detectadas. Lo anterior se debe a que este tipo de exámenes (IMR) no se pueden realizar en el espacio por cuestiones logísticas, pero también hay que considerar que la segunda toma de imágenes ocurrió días después de volver a la Tierra, lo que dificulta analizar estos cambios en la vuelta inmediata a las condiciones terrestres y su respuesta fisiológica asociada.
Con estos antecedentes, sólo nos queda replantearnos si es posible viajar a Marte y desarrollar allí una población humana sostenible en el tiempo sin tener consecuencias negativas en nuestro organismo, sobre todo considerando que, con la tecnología actual, el tiempo en ir y volver a ese planeta es el triple de los días en que los astronautas de este estudio orbitaron la Tierra. ¿Será la humanidad capaz de generar mecanismos para contrarrestar los efectos negativos al organismo a causa de la microgravedad? ¿Está nuestra anatomía destinada a quedarse por siempre en este planeta? Si Marte es la próxima frontera, se debe entonces seguir investigando por lograr ese siguiente gran salto para la humanidad.
Enlace al artículo original: https://www.pnas.org/content/116/21/10531.long